martes, 31 de diciembre de 2013

Reflexiones históricas de fin de año

(Pastora con su rebaño, Millet).

El principal problema con el que nos encontramos los historiadores es que nuestro objeto de estudio, que es el pasado, ya no existe. No podemos hacer experimentos con él, ni tocarlo, ni verlo, ni oírlo. Lo único que tenemos son los rastros que las sociedades humanas han dejado tras de sí: documentos, herramientas, nombres, restos materiales, paisajes. Con todo eso, tratamos de explicarnos, como decía Hobsbawm, por qué el pasado se ha transformado en presente. El reto no es pequeño y conlleva una gran responsabilidad: la sociedad conoce el pasado a través de los ojos de los historiadores. De alguna manera, somos los intérpretes de ese pasado. Es nuestra obligación ser honestos a la hora de construirlo. Suena muy postmoderno, pero es verdad. Puesto que el pasado no existe, lo único que puede conocerse de él son las (re)construcciones intelectuales que hacen los historiadores, desde un tiempo y unas preocupaciones que son las del 2013, no las del año 1000 ni las de 1931.

Ocurre, además, que los historiadores, por norma general, son seres humanos que estudian a otros humanos, cada uno con sus pasiones, sus odios, sus filias y sus fobias. No tratamos con hormigas, plantas o pájaros. Por eso, más allá del espejismo de la objetividad (que, para mí, no existe), se debe aspirar a la transparencia y al rigor metodológico. Es decir, explicarle al lector: yo le cuento esto desde estos principios teóricos, he usado estas fuentes, que cualquiera puede consultar, y he llegado a estas conclusiones. Ni más, ni menos.

El tema de los bienes comunales es muy proclive a la mistificación por parte de la persona que los estudia. Es muy fácil caer en ella, porque el relato es muy atractivo. Antes de las revoluciones burguesas, los habitantes de los pueblos disfrutaban de sus bienes comunales. En ellos podían llevar a pastar a sus animales, cultivar, cazar, recoger leña, plantas, setas. Formaban parte de la "economía moral de la multitud" que daban un respiro a las clases más bajas. Se integraban, además, en una economía agro-silvo-pastoril, en la cual la agricultura, la ganadería y el bosque eran interdependientes y se necesitaban mutuamente. En un tiempo sin abonos químicos, los animales fertilizaban el campo de cultivo y a la vez se alimentaban en los bosques y montes, que debían protegerse para la propia supervivencia del sistema. 

Con la llegada del capitalismo en el siglo XIX, este mundo se rompe. Los comunales se privatizan, se da paso a la iniciativa individual frente a la gestión colectiva y se rompe poco a poco el equilibrio ecológico. Cuando lleguen los abonos químicos (ya en el siglo XX), el sistema agrario tradicional se derrumbará completamente, puesto que los cultivos ya no serían por más tiempo dependientes de las deposiciones animales. Por otro lado, se mercantilizan los recursos del monte, las relaciones de mercado se introducen en el mundo rural y los campesinos perdían la posibilidad de completar sus economías con lo que recolectaban de forma más o menos gratuita. Millones de hectáreas de montes públicos pasaron a manos privadas y tuvo lugar una gran "catástrofe ecológica" debido a la masiva deforestación y a la conversión de muchos terrenos de monte en campos de cultivo.

En un mundo como el nuestro, con la profunda crisis económica y ecológica que atravesamos (y quizá la ecológica sea la más profunda), es muy fácil volver los ojos a ese pasado e idealizarlo, construir el relato de una "Arcadia feliz" de usos comunales, sencillez y armonía con la naturaleza; un mundo que se habría visto arrasado por la llegada del capitalismo y cuyas consecuencias aún estaríamos viviendo. Sin embargo, esa imagen se desvanece a poco que profundicemos. Cada sociedad se enfrenta a sus propios problemas y ha tenido distintas formas de solucionarlos.

En primer lugar, hay que tener presente la miseria en que vivía la mayor parte de la sociedad rural hasta hace pocas décadas. La época dorada de los comunales fue también la época del feudalismo, una sociedad donde el privilegio era ley, donde las personas eran desiguales por nacimiento. La población vivía sujeta a las exacciones fiscales de nobleza, Iglesia y Corona, que eran los estamentos dominantes. Por eso los comunales eran a la vez consuelo de las economías campesinas y colchón de inquietudes sociales: la miseria en la que vivía la mayoría de las personas (y su potencial de desencadenar un conflicto social) se mitigaba, en parte, gracias a la "economía moral" del comunal.

Por otra parte, acceso comunal nunca quiso decir acceso igualitario. Los que más tenían eran los que más disfrutaban. Quien tenía mil ovejas se aprovechaba más que quien no tenía ninguna. Además, puesto que las oligarquías controlaban los Ayuntamientos, en muchas ocasiones el comunal estaba bien controlado por los privilegiados.

Si nos fijamos en factores más coyunturales, se puede observar un sostenido crecimiento poblacional desde mediados del siglo XVIII. En una época de agricultura tradicional, la única manera de alimentar a más población era cultivar más terreno. En este sentido, la agricultura extensiva, el comerle terreno al monte o a los terrenos incultos en general (con la deforestación y pérdida de biodiversidad que ello supuso) fue el único recurso para sostener el crecimiento. Puesto que la mayoría de las tierras eran de "manos muertas", es decir, que no podían comprarse ni venderse, y estaban en manos de Iglesia, nobleza y municipios, la solución que propusieron los revolucionarios liberales fue privatizar esas tierras, lanzarlas al mercado y hacerlas productivas (con todas las cautelas que nos pueda merecer hoy esta palabra). 

Hoy podemos discutir si esa fue la opción más adecuada o había otras, si las consecuencias aquel proceso han sido más negativas que positivas; pero la tarea de un historiador es comprender por qué nuestros antepasados actuaron así y no de otra manera. El capitalismo trajo nuevas desigualdades, sustituyó el privilegio de nacimiento por el privilegio del dinero, privatizó millones de hectáreas de monte y ha creado, a la larga, un gravísimo problema ecológico. Pero eso son problemas de nuestro tiempo. La respuesta tiene que darse mirando hacia el futuro y no hacia el pasado. En cualquier caso, la solución nunca puede ser añorar un tiempo invadido de miseria.  Creo que la Historia puede servir para saber cómo hemos llegado hasta aquí, por qué el comunal se ha mantenido en algunos sitios y en otros no, para comprender las raíces ecológicas, sociales y políticas de los problemas actuales. Pero siempre como un trampolín para resolver los retos del futuro con nuevas herramientas, no para proyectar hacia el pasado los dilemas de nuestra sociedad.

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